miércoles, septiembre 20, 2006

La imbecilidad

El otro día, mientras leía en la biblioteca de la USAL un artículo sobre la desmaterialización de los documentos representativos en el transporte marítimo internacional -podía haber estado leyendo cualquier otra memez de las que suelo leer pero en ese momento estaba leyendo esa- me día cuenta de que, en realidad, yo lo que quiero ser es imbécil y pesado. A ver si nos entendemos, no imbécil en el sentido etimológico de alguien que necesita apoyo -un báculo- de ahí la palabra, sino simplemente alguien con las luces justas para andar por el mundo -non plus ultra-.
Y lo cierto es que tengo vocación pero no capacidad. Esta es sin duda una tragedia personal. Nunca he sido una genialidad -un tipo medio en todos los sentidos- pero tampoco creo ser imbécil. Puedo hacerme el tonto pero soy tan sólo un vulgar imitador porque me doy cuenta. Soy consciente de la tontería que hago y, claro, así no se progresa. El sentido común -eso que como el buen gusto todos creen tener- me aflora sin quererlo y terminamos de fastidiarlo.
Pues como decía, en la biblioteca, al fondo del pasillo vi a un viejo conocido fotocopiando revistas. Es una buena persona con las ideas claras al estilo de esos hombres de cuarenta que creen que el mundo es sencillo. Desde que lo conozco -y no hace tantos años aunque me parece una eternidad- no hace otra cosa que fotocopiar artículos. No escribe. No estudia. Sólo fotocopia y ordena. Lo saludé y se alegró al verme. Me repitió cinco veces lo mismo con efusión y me contó una historia que no entendí. Nunca escribió una linea pero, en secreto, soñaba con escribir una monografía jurídica que jamás comenzará. No me dejó de resultar curioso. Se le veía contento, entusiasmado con lo que hacía. Yo, que con treinta ya cumplí su sueño, escribo sin ilusión. Es lo que tiene la ineptitud, que te mantiene a salvo. Lo dicho, la imbecilidad como forma de salvación, como último billete del tren a la felicidad.

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