jueves, junio 15, 2006
Insomnio
Últimamente, apenas duermo. Sólo cuando la luz comienza a colarse por las finas rendijas de la persiana comienzo a conciliar una especie de sueño. Es un sueño breve pero reparador. Tras tres o cuatro horas, me levanto y el mundo sigue en su mismo sitio como si nada cambiara. La noche es todo un espectáculo. Camino por la casa, releo libros que amé en otros tiempos y veo fotografías del pasado cuyos rostros ya no llevan nuestros nombres. Era el antiguo milagro de la química y de la actual óptica digital. Son cosas que raramente hago de día. El insomnio es como si me transformara en otra persona. Por la mañana estudio cosas como el secreto industrial o las cláusulas de confidencialidad –temas que ahora me entretienen pero que me satisfacen poco- pero no leo a Borges o a Bolaños. Ahora que duermo poco, esto último lo hago de noche. Antes lo hacía a ratos, como una especie de lector mercenario que, la verdad, es el tipo de lector que abunda en las grandes ciudades. Lectores de metro o de autobús. Yo, por circunstancias propias, era más bien un lector de tren pero lo mismo da. Ya no soy un lector mercenario sino nocturno gracias al insomnio. Ahora degusto las páginas con tranquilidad, en un silencio que sólo proporciona la noche y que, a veces, lo confieso, rompo con la trompeta de Roy Eldridge que me recuerda desde la lejanía el milagro de estar vivo. La cuestión es que dejé de ser un lector mercenario, como esos amantes furtivos que aman cuando pueden, para hacer de la noche un campo de deleite literario similar al del amor maduro, al de la pareja que no se dice nada, pues cualquier palabra en la noche sería superflua, para compartir sus cuerpos. Efectivamente, es un extraño mundo el de la noche.
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