viernes, mayo 05, 2006

Otro cuento.

Hoy saco de uno de mis cajones un cuento nuevo. Recuerden que está bajo un licencia creative commons. Espero que les guste.

Creo que fue mi amiga la marquesa Angélica de Massegozza, afincada desde hace muchos años en estas tierras, la que me invitó a su nueva mansión hace más de una año para que le diera mi opinión acerca de su nueva biblioteca.
La marquesa era una mujer fea a la manera de los pérfidos y encarnaba con una claridad caricaturesca su papel de nueva rica. A pesar de su cursilería católica y sentimental, nunca dejó de inspirarme cierta ternura. Años atrás, el Papa le había otorgado el título nobiliario por sus generosas aportaciones para la conservación del sepulcro de San Pedro. Poca gente sabía de donde venía su fortuna aunque los más cercanos conocíamos que era la propietaria de una industria de sanitarios que tenía fama de construir los mejores bidés del mercado. Con ella se podía hablar de bidés todo el tiempo que uno quisiera y tenía la cualidad de no aburrir tratando un tema de estas características. –Los chorros de limpieza íntima pasarán pronto a la historia- Lo decía de manera profética y, sobretodo, sorprendente cuando se descubrió, años más tarde, que dicha costumbre higiénica fomentaba la candidiasis. Desde entonces, y a pesar de sus defectos, la consideré mi gurú en materia de sanitarios. No existió reforma que emprendiera sin su debido asesoramiento premonitorio.
La marquesa tenía sus debilidades y una de ellas era Francisco Javier, un loro exótico que fue bautizado con tan impropio nombre para un animal en honor del santo jesuita que evangelizó oriente. -La marquesa es la leche, la marquesa es la leche-, decía el bueno de Francisco Javier cada vez que la veía aparecer por sus inmediaciones. Siempre me he preguntado por la manía de los loros de repetir dos veces las cosas. Por lo visto, según me relató mi querido amigo Bernardo di Pietro, esposo de Angélica, el loro había aprendido aquella frase durante la obra de su nueva mansión pues los obreros y en especial un decorador francés llamado Pierre Vault acudían mucho a aquella frase cuando la marquesa, con su habitual capricho, mandaba cambiar la ubicación de los muebles o el color de las paredes.
Yo, como supondrán, soy hijo natural, los artificiales los desconozco, de un hombre y una mujer (todos aquellos que llamen hijos naturales a los hijos nacidos de un concubinato, deberían ser arrojados de la sociedad y ser nombrados marqueses), pero también soy hijo de los más de tres mil libros que componen mi biblioteca, quizás por esa razón me llamó Angélica de Massegozza, por ser hijo adoptivo de una biblioteca.
La biblioteca de la marquesa estaba situada en una amplia habitación destinada únicamente a ese fin. Había alrededor de mil ejemplares situados en las estanterías que recubrían las paredes de la habitación. El suelo estaba oculto por una amplia alfombra persa con dibujos de jaldar. Un sofá, dos sillones de una plaza, una mesa de lectura con una barroca lámpara de cristal biselado y un extraño cuadro que entusiasmaba a Angélica, completaba el mobiliario de la misma.
A la marquesa se le veía feliz en la biblioteca. En una de las primeras repisas de la segunda estantería se encontraban sus libros preferidos. Trataban sobre el cielo, las vírgenes, los milagros, la fe y la castidad. En unos repentinos derroches de ingenio e inteligencia decía: ­¡qué‚ bonito es vivir la castidad!
-¿Por qué son todos los libros del mismo color?- le pregunté.
-Los he hecho forrar todos para que hagan juego con las puertas, las cortinas y con el marco de mi querido cuadro.- me respondió seriamente.
La marquesa, sacando varios libros me mostró como habían sido forrados. Todos eran nuevos, los antiguos, los viejos libros habían sido arrojados al recuerdo del olvido, a la nada. ­ Qué terrible castigo merecerían los destructores de historias, de libros!-
Una vez vistos, Angélica los volvió a colocar en sus respectivos lugares. La buena señora disfrutaba viendo ordenada su amplia colección de libros, para ella la biblioteca era ese lugar donde los almacenaba en fila india, para pasar el tiempo ojeando sus respectivos dorsos como si fueran los traseros de unos chicos de corte apolíneo. Años más tarde comprobaría que muchos de aquellos libros nunca habían sido abiertos, ni siquiera ojeados. Guardaban aún el olor a tinta fresca y muchas de sus páginas seguían pegadas, sin la seña de ninguna mano que desvirgara con filo de navaja la impoluta unión de dos páginas contiguas.
Mi amiga exigía que sus libros estuvieran siempre limpios, impecables y sobre todo sin un pliegue o arruga en ninguna de sus páginas. Nunca comprendió que mis libros no fueran ediciones de lujo, que estuvieran manoseadas, llenas de marcas en rojo y gotas de café con leche. Nunca comprendió que los libros, una vez fuera de la librería, adquieren una vida propia. Se desplazan de mano en mano y seducen a sus poseedores a través de su olor, del tacto de sus páginas, de la transmisión de sequedad que transmite el papel al se penetrado por el grafito del lápiz que desgarrará la superficie del papel para hacer un trazo que dará forma a un subrayado.
Años más tarde supe que mi amiga Angélica apenas leía aquellos libros y que sólo se decantaba, y aún someramente, por aquellos que trataban sobre los ángeles y la castidad. -Libros de fe- decía de manera impertérrita.
Después de ver la biblioteca, Bernardo di Pietro y yo nos fuimos a jugar al tenis. Ella permaneció leyendo un libro titulado "Como vivir con rectitud, la pureza y la castidad cristiana” Dos horas pasó leyendo aquella obra. Al final de cada página contemplaba aquel extraño cuadro: -Me hace sentir tanto- decía extasiada ante una belleza que nunca llegué a terminar de comprender.
Algún tiempo más tarde, y por avatares del destino, recibí en mi despacho una invitación para visitar la Casa Decor de aquel año que se celebraba en Madrid y que, como es bien conocido, es una de las exposiciones más importante de interiorismo. Una de las habitaciones de la exposición estaba decorada por Pierre Vault. Nos conocimos, charlamos y terminamos cenando en un pequeño restaurante de Chueca. Recordaba perfectamente a nuestra querida marquesa y aún más el cuadro elegido con detalle. –Dalí siempre me gustó, es un genio atemporal-. Me lo dijo con una seriedad inquietante que dio paso a una sonrisa malévola -Por eso lo elegí con detalle: “El gran masturbador” siempre me pareció una de sus mejores obras.-

1 comentario:

Anónimo dijo...

Por lo que veo te gusta escribir y sientes adoración por ciertos países latinoamericanos ¿por qué no escribes algo sobre el tesoro de los quimbayas?