De uno de mis cajones, he sacado este cuento que escribí hace algún tiempo. Recuerden que el mismo está bajo un licencia creative commons. Espero que les guste.
"Los días soleados de otoño jamás volvieron a gustarme después de aquel noviembre frenético. Cuando al entrar en casa oí el contestador, supe que todo se volvería a repetir. La vida tiene demasiadas veces la manía de ser cíclica, como si nunca se cansase de repetirnos que está ahí junto a nosotros, como una jodida portera de barrio que nos respeta pero nos critica una y otra vez. No tuve que acercarme para oír la voz angustiada que me recordaba que todo seguía igual desde hacía dos semanas. Demasiado tiempo como para dejarlo todo, y pasar horas y días, en un despersonalizado hospital, al lado de la que hasta entonces era y seguía siendo mi mujer. -¿Recuerdas cómo nos conocimos, bimbollo?- solía decirme mientras rodeaba mi cintura con sus brazos y mi cuello con sus labios de mandrágora. Lo hacía con seguridad. -mío, siempre mío-. Me decía al oído hasta quedarnos dormidos el uno en el otro. Fue hace demasidos años y ya no me acuerdo ni del olor de su piel moteada por mil pecas distintas.
Hace dos semanas, empezó a sentir terribles dolores. Las criadas se asustaron y llamaron a una ambulancia, luego, el trámite ordinario. Los médicos creen que ingirió algún alimento en mal estado que le ha llevado a una indecisión permanente entre la vida o la muerte. Y eso que siempre fue una mujer cuidadosa. Dicen que la noche de bodas son de esos momentos que no se olvidan. Debo confesar que no me acuerdo de la noche pero sí del día. Nunca nadie se preocupó tanto de mi vestimenta y tan poco de mí. La corbata del padre, el reloj del abuelo con el que se casó en Cuba la tía Encarnita, los anillos comprados por mi suegro en Tiffanys. La tradición, la suya por supuesto, se cumplió cuidadosamente.
-Lo hacemos así porque para mi familia es muy importante, ¿lo comprendes, verdad?- me decía con esa sonrisa cautivadora segura de conseguir su propósito. En el fondo, qué narices, tenía razón. Yo sólo era un joven sin distinciones que había hecho dinero, y ella, la hija única de una de las familias más notables de la ciudad. Mis amigos me envidiaban a la par que se alegraban por, como decían, el mejor negocio que había hecho en la vida.
Durante aquel año me dediqué íntegramente a mis negocios y todo iba bien. Salía por la mañana, después de llevarle a la cama su zumo de naranja, y llegaba por las noches demasiado cansado como para hablar, pero a ella no parecía importarle demasiado. -Me alegro de que hoy hayas vuelto más temprano- me decía cuando llegaba a la hora de siempre mientras me daba una beso en la frente. Yo trabajaba y ella administraba nuestros recursos, como le gustaba llamar a nuestro dinero, con bastante fortuna. Compramos una de las mejores casas de la ciudad y dos coches con los que siempre soñé. Sabía que le agradaba que, de vez en cuando, me concediera algún capricho suntuoso que justificara sus antojos excesivos. Viajaba a Nueva York dos o tres veces al mes y compraba ropa, joyas y unas corbatas horribles que jamás me puse. Si era feliz así, ¿acaso no era mi deber principal contribuir a ello?.
Después de cuatro años de matrimonio jamás fue pícara. Ni hablamos en exceso ni fornicamos como es debido. A ella nunca parecía apetecerle y a mí, la verdad, nunca me pareció elegante insistirle en extremos tan delicados. Aunque me intrigaba como debía ser aquel comportamiento que mis amigos se empeñaban en atribuirme con mi esposa. Nunca les dije nada, por un lado, porque, como decía la tía Agustina, las cosas de un matrimonio deben guardarse en la intimidad., y por otro, porque las desilusiones no son nunca plato de buen gusto.
Luego, llegó la recesión, la crisis, los recortes presupuestarios, y las ganancias fueron menores. No lo pasamos mal pero debimos recortar nuestros gastos. Ese año, decidí no comprarme el nuevo modelo de Maceratti y mi esposa tuvo que acortar sus viajes y reducir sus apetencias. Creo que fue entonces cuando aparecieron nuestras primeras discrepancias - Vivimos como nobles venidos a menos, claro, que como a ti te da igual. Eso es una cosa que se lleva en la sangre.- Lo encajaba con cierta resignación porque comprendía que estaba sufriendo. Entonces pasó una cosa terrible, al volver una noche de una cena de negocios, encontramos la ventana de mi despacho abierta, mi mesa rodada, y la caja de caudales, obsequio de mi suegro, que estaba en una trampilla debajo de la misma, abierta y sin nada en su interior. El millón de francos en bonos al portador habían volado. Me enfadé muchísimo, más que por el dinero, por la falta de respeto hacia mi familia, no se puede entrar en una casa así como así. La policía investigó como siempre y como de costumbre, no descubrió nada. Cosas del mal vivir, dijo la tía Agustina que es muy sabia para estas cosas.
Apagué el contestador y me senté, como pude, en el sofá estilo "decore" que mi suegra y su hija se habían empeñado en comprarme. - Tiene mucha clase, mucha, ideal para un hombre como tú- Nunca comprendí que tenía que ver la clase con unos cojines enormes en los que para sentarse había que ser un equilibrista redomado. Sonó de nuevo el teléfono. Los doctores me conminaban a acudir al hospital. Estaban convencidos de que mi esposa no tardaría mucho en decidirse. Si moría era necesario que estuviera allí y si se recuperaba, era estético, lo que para la aristocracia es igual de importante. Estuve de acuerdo. Ella, como he dicho, era una mujer segura y la indefinición siempre le había parecido un acto de ordinariez, por eso me extrañaba que llevase dos semanas en el hospital, si bien es humano, aunque esté feo decirlo, comprender que morirse o no es una decisión que no se toma todos los días.
Me vestí y fui a su lado. A llegar, me miró a los ojos y me agarró con fuerza la mano. Juan Fernando, me dijo, sé que me muero. Y no quiero hacerlo sin confesarte algo, hace años que te soy infiel con un tenista en Nueva York, la última inspección en tu empresa fue por una denuncia mía, y lo que es peor, yo fui quien robó los bonos de tu despacho para poder seguir costeándome mis antojos. Me lo dijo, esbozando una de sus suaves sonrisas de niña crecida. Te pido que me perdones, perdóname para morir noblemente, como le corresponde a una hija y nieta de duques.
A pesar de todo, no pude contrariarla. -Te perdono, claro que sí cariño, no te preocupes, eso no tiene importancia. Tú no eres culpable, la caja de seguridad me la regaló tu padre y sabía que tú conocías la combinación. No la cambié, porque imaginé que antes o después lo harías. Lo del amante, es una nimiedad, nuestro amor va más allá de todo eso, nunca fue carnal sino social. Lo único que no te perdono son tus besos en la frente aunque ello tampoco te constituye un drama, permíteme esa licencia. Pero no temas, cariño, tu muerte será recordada por ser la única y más aristocrática de cuantas ha visto la ciudad. Mueres como lo han hecho dinastías de alta abolengo, envenenada. No me des por ello las gracias. Poner durante estos años, pequeñas dosis de arsénico en tu zumo de naranja por cada beso humillante en la frente, no fue un gran esfuerzo-."
2 comentarios:
Muy bueno, me ha gustado mucho el cuentecito de marras...podías colgar algun otro. Oye, q me gusta esto de los blogs, a ver cuando me hago yo uno.
Un saludiño, rapaciño...y a ver si nos vemos pronto
Pues nada Javi, ya sabes...anímate que es una buena forma de estar al tanto de la gente.
Un abrazo
Juan Fco.
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