El horror es algo que se proyecta en el tiempo, que se transmite de generación en generación y de cuya sombra es prácticamente imposible escapar. La guerra civil, pero sobre todo la posguerra, implantó en España un régimen de terror que no es negado por nadie. La depuración fue terrible. Miles de represaliados fueron torturados y fusilados sin juicio previo. A todos ellos se les enterró, no sólo con varios metros de tierra, sino con muchos años de silencio garantizados por el miedo. Un silencio que no se rompió tan siquiera con la llegada de la democracia y que, sólo ahora, treinta años después comienza a aflorar.
En estos últimos tiempos he leído muchos testimonios, todos los que han caído en mis manos por uno u otro motivo. En muchos de ellos, son los nietos de los represaliados quienes inician la búsqueda de los cadáveres de sus abuelos. Muchos creyeron que murieron en la guerra hasta que, un buen día, se enteran por el nieto de otro vecino del pueblo que, en realidad, murió represaliado y que se encuentra o en algún lugar a las afueras del pueblo o al otro lado de la tapia del cementerio. O por sus propios padres que, ya en su ancianidad, revelan lo que en verdad pasó.
No sé sabe cuanta gente tenemos enterrada en las cunetas de las carreteras pero, sin duda, son demasiadas para olvidarlas. Demasiada gente, demasiados crímenes a los que seguir arrojando tierra y olvido.
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