Desde Pirrón de Élide pasando por Descartes hasta llegar a nuestros días, la duda ha sido una constante en el espíritu del hombre. Las construcciones no sólo de los sistemas filosóficos sino también de las religiones han tratado de eliminar las dudas intrínsecas al hombre, desde la más esenciales, como el sentido de la vida o la búsqueda de la felicidad, hasta las más comunes como el sentido de nuestros actos. La consecuencia ha sido la construcción de un sistema de normas morales y códigos sociales que, a priori, no sólo parece ser aceptado de forma generalizada sino que, muchos de nosotros, hemos interiorizamos como resultado de nuestra educación moral.
Recuerdo cuando, de pequeño, oía hablar del valor de esfuerzo y del trabajo. Cuando se decía que, cuando en la vida se encontraban dos caminos, uno fácil y otro difícil, debiamos escoger el difícil porque el primero era tramposo. Que el esfuerzo tenía una recompensa. Diferentes amigos, me cuentan que, en su infancia, sus abuelas les decían que para poder disfrutar de algo, antes había que sufrirlo. Sin sufrirlo, no se disfrutaba igual.
Tengo fundadas sospechas de que la sociedad cambió pero estas normas y códigos no. A muchos de los que cumplen los viejos códigos, les va bien. Pero no a todos. No obstante, a muchos que no lo hacen, les va mejor. A nivel público basta encender una televisión para darse cuenta de esta realidad. En una época donde el pensamiento público no existe y las religiones se extinguieron, el camino a escoger ya no está tan claro. La duda se acentúa.
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