
Con todo, no fue eso lo que más me emocionó. Lo que más me conmovió fue la actitud de ese genio suizo -el número 1 del tenis mundial- llamado Roger Federer. En un tiempo donde lo vulgar y lo zafio es objeto de aplauso, donde lo burdo se enaltece en las canchas deportivas, Roger Federer es el ejemplo de la caballerocidad y del buen gusto. Un hombre de perfectos modales e impolutos atuendos. Fue cortés y afectuoso, mucho más allá de la estricta corrección protocolaria, dedicó unas palabras cariñosas a Rafa Nadal y reconoció que la derrota era dura y que allí estaría el año que viene. El público se levantó y reventó en aplausos. Es raro ver este tipo de comportamientos en personas que lo tienen todo y, más raro aún, ver a alguien así sin tatuajes, sin comportamientos extraños, sin gastos desmedidos ni ostentación superflua. De Federer dicen que es el suizo perfecto. No sé si este es el prototipo de suizo. Ahora bien, una cosa está clara, Suiza puede sentirse tan orgulloso de Federer como España lo está de Nadal. Dos tipos increíbles y cinco horas inolvidables. Insisto, de las que hacen historia.
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